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viernes, 1 de agosto de 2008

La voz proveniente del balde de limpiar

El pasillo está en silencio excepto por las ruedas del balde y los pies que va arrastrando el viejo. Ambos suenan cansados.

Ambos conocen estos pisos. ¿Cuántas noches los ha limpiado Humberto? Siempre cuidando de limpiar los rincones. Siempre cuidadoso de colocar su letrero amarillo de advertencia debido a los pisos mojados. Siempre se ríe al hacerlo. «Cuidado todos», se ríe para adentro, sabiendo que no hay nadie cerca.

No a las tres de la mañana.

La salud de Humberto ya no es la de antes. La gota siempre lo mantiene despierto. La artritis lo hace renguear. Sus gafas son tan gruesas que sus globos oculares aparentan ser el doble de su tamaño real. Sus hombros están caídos. Pero realiza su trabajo. Empapa el piso con agua jabonosa. Friega las marcas de los tacones que han dejado los abogados de paso firme. Acabará su tarea una hora antes de la hora de irse. Siempre finaliza temprano. Ha sido así durante veinte años.

Cuando acabe guardará su balde y se sentará afuera de la oficina del socio mayor y esperará. Nunca se va temprano. Podría hacerlo. Nadie lo sabría. Pero no lo hace.

Una vez quebrantó las reglas. Nunca más.

A veces, si la puerta está abierta, entra a la oficina. No por mucho tiempo. Sólo para mirar. La oficina es más grande que su apartamento. Recorre con su dedo el escritorio. Acaricia el sofá de suave cuero. Se queda de pie ante la ventana y observa mientras el cielo gris se torna dorado. Y recuerda.

Una vez tuvo una oficina como esta.

Por allá cuando Humberto era más joven. En aquel entonces el encargado de limpieza era un ejecutivo. Hace mucho tiempo. Antes del turno noche. Antes del balde de limpiar. Antes del uniforme de mantenimiento. Antes del escándalo.

Humberto ya no piensa mucho en el asunto. No hay razón para hacerlo. Se metió en dificultades, lo despidieron y se fue de allí. Eso es todo. No hay muchos que sepan del asunto. Mejor así. No hay necesidad de decirles nada al respecto.

Es su secreto.

La historia de Humberto, dicho sea de paso, es real. Cambié el nombre y un detalle o dos. Le asigné un trabajo diferente y lo ubiqué en un siglo diferente. Pero la historia es verídica. La has escuchado. La conoces. Cuando te dé su verdadero nombre, te acordarás.

Pero más que una historia verdadera, es una historia común. Es una historia sobre un sueño descarrilado. Es una historia de una colisión entre esperanzas elevadas y duras realidades.

Les sucede a todos los soñadores. Y como todos hemos soñado, nos sucede a todos.

En el caso de Humberto, se trataba de un error que nunca podría olvidar. Un grave error. Humberto mató a alguien. Se encontró con un matón que golpeaba a un hombre inocente y Humberto perdió el control. Asesinó al asaltante. Cuando se corrió la voz, Humberto se fue.

Humberto prefiere esconderse antes que ir a la cárcel. De modo que corrió. El ejecutivo se convirtió en un fugitivo.

Historia verídica. Historia común. La mayoría de las historias no llega al extremo de la de Humberto. Pocos pasan sus vidas huyendo de la ley. Muchos, sin embargo, viven con remordimientos.

Toma un anuario de la escuela secundaria y lee la frase de «Lo que quiero hacer» debajo de cada retrato. Te marearás al respirar el aire enrarecido de visiones de cumbres de montañas:

"Estudiar en universidad de renombre".

"Escribir libros y vivir en Suiza".

"Ser médico en país del Tercer Mundo".

"Enseñar a niños en barrios pobres".

Sin embargo, lleva el anuario a una reunión de ex compañeros a los veinte años de graduados y lee el siguiente capítulo. Algunos sueños se han convertido en realidad, pero muchos no. Entiende que no es que todos deban concretarse. Espero que ese pequeñito que soñaba con ser un luchador de sumo haya recuperado su sentido común. Y espero que no haya perdido su pasión durante el proceso. Cambiar de dirección en la vida no es trágico. Perder la pasión sí lo es.

Algo nos sucede en el trayecto. Las convicciones de cambiar el mundo se van degradando hasta convertirse en compromisos de pagar las cuentas. En lugar de lograr un cambio, logramos un salario. En lugar de mirar hacia adelante, miramos hacia atrás. En lugar de mirar hacia afuera, miramos hacia adentro.

Y no nos agrada lo que vemos.

A Humberto no le gustaba. Humberto veía a un hombre que se había conformado con la mediocridad. Habiendo sido educado en las instituciones de mayor excelencia del mundo, trabajaba sin embargo en el turno nocturno de un trabajo de salario mínimo para no ser visto de día.

Pero todo eso cambió cuando escuchó la voz que provenía del balde. (¿Mencioné que esta historia es verídica?)

Al principio pensó que la voz era una broma. Algunos de los hombres del tercer piso hacen trucos de este tipo.

-Humberto, Humberto -llamaba la voz.

El giró. Ya nadie le decía Humberto.

-Humberto, Humberto.

Giró hacia el balde. Resplandecía. Rojo brillante. Rojo ardiente. Podía percibir el calor a dos metros de distancia. Se acercó y miró hacia adentro. El agua no hervía.

-Esto es extraño -murmuró Humberto al acercarse un paso más para poder ver con mayor claridad. Pero la voz lo detuvo.

-No te acerques más. Quítate el calzado. Estás parado sobre baldosa santa.

De repente Humberto supo quién hablaba.

-¿Dios?

No estoy inventando esto. Sé que piensas que sí lo hago. Suena alocado. Casi irreverente. ¿Dios hablando desde un balde caliente a un conserje de nombre Humberto? ¿Sería creíble si dijese que Dios le hablaba desde una zarza ardiente a un pastor llamado Moisés?

Tal vez esa versión sea más fácil de analizar… porque la has escuchado antes. Pero el simple hecho de que sea Moisés y una zarza en lugar de Humberto y un balde no hace que sea menos espectacular.

Con seguridad a Moisés se le cayeron las sandalias por causa de la emoción. Nos preguntamos qué sorprendió más al anciano: que Dios le hablase desde una zarza o el simple hecho de que Dios le hablase.

Moisés, al igual que Humberto, había cometido un error.

Recuerdas su historia. De la nobleza por adopción. Un israelita criado en un palacio egipcio. Sus compatriotas eran esclavos, pero Moisés era privilegiado. Comía a la mesa real. Fue educado en las escuelas más refinadas.

Pero la maestra que más influyó no tenía título alguno. Era su madre. Una judía que contrataron para ser su nodriza. “Moisés”, casi puedes escuchar cómo le susurra a su joven hijo, “Dios te ha colocado aquí a propósito. Algún día librarás a tu pueblo. Nunca olvides, Moisés. Nunca olvides”.

Moisés no lo hizo. La llama de la justicia se hizo más caliente hasta arder. Moisés vio a un egipcio que golpeaba a un esclavo hebreo. Del mismo modo que Humberto mató al asaltante, Moisés asesinó al egipcio.

Al día siguiente Moisés vio al hebreo. Pensarías que el esclavo le daría las gracias. No lo hizo. En lugar de mostrar gratitud, expresó enojo. ¿Piensas matarme como mataste al egipcio?, le preguntó (véase Éxodo 2.14).

Moisés supo que estaba en dificultades. Huyó de Egipto y se ocultó en el desierto. Llamémoslo un cambio de carrera. Pasó de cenar con los dirigentes de estado a contar cabezas de ovejas.

No puede decirse que haya escalado una posición.

Y así fue que un hebreo brillante y prometedor comenzó a cuidar ovejas en las colinas. Del círculo más refinado, al cultivo de algodón. De la oficina oval, al taxi. De mecer el palo de golf, a cavar una zanja.

Moisés pensó que el cambio era permanente. No existe evidencia de que haya albergado jamás la intención de regresar a Egipto. Es más, todo parece indicar que deseaba permanecer con sus ovejas. De pie descalzo ante la zarza, confesó: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel? (Éxodo 3.11).

Me alegra que Moisés haya hecho esa pregunta. Es una buena pregunta. ¿Por qué Moisés? O, más específicamente, ¿por qué el Moisés de ochenta años?

La versión de cuarenta años era más atractiva. El Moisés que vimos en Egipto era más temerario y seguro. Pero el que encontramos cuatro décadas más tarde era reacio y curtido.

Si tú o yo hubiésemos visto a Moisés allá en Egipto, habríamos dicho: “Este hombre está listo para la batalla”. Fue educado en el sistema más refinado del mundo. Entrenado por los soldados más hábiles. Contaba con acceso instantáneo al círculo íntimo del Faraón. Moisés hablaba su idioma y conocía sus costumbres. Era el hombre perfecto para la tarea.

Moisés a los cuarenta años nos gusta. ¿Pero Moisés a los ochenta? De ninguna manera. Demasiado viejo. Demasiado cansado. Huele a pastor. Habla como extranjero. ¿Qué impacto causaría al Faraón? No es el hombre indicado para la tarea.

Y Moisés habría estado de acuerdo. “Ya lo intenté antes”, diría él. “Ese pueblo no quiere ayuda. Sólo déjame aquí para cuidar de mis ovejas. Son más fáciles de guiar.

Moisés no habría ido. Tú no lo habrías enviado. Yo no lo habría enviado.

Pero Dios sí lo hizo. ¿Cómo se entiende esto? En el banco de suplentes a los cuarenta y titular a los ochenta. ¿Por qué? ¿Qué sabe ahora que en aquel entonces desconocía? ¿Qué aprendió en el desierto que en Egipto no aprendió?

Para empezar, la vida en el desierto. El Moisés de cuarenta años era uno de la ciudad. El octogenario conoce el nombre de cada serpiente y la ubicación de cada pozo de agua. Si debe conducir a miles de hebreos en el desierto, será mejor que conozca lo básico de la vida en el desierto.

Otro asunto es la dinámica de la familia. Si debe viajar con familias durante cuarenta años, es posible que le sea de ayuda comprender cómo actúan. Contrae matrimonio con una mujer de fe, la hija de un sacerdote madianita, y establece su familia.

Pero aún más importante que la vida en el desierto y la gente, Moisés necesita aprender algo acerca de sí mismo.

Al parecer lo ha aprendido. Dios dice que Moisés está listo.

Y para convencerlo, le habla a través de un arbusto. (Era necesario que hiciese algo dramático para captar la atención de Moisés.)

“Se acabaron las clases”, le dice Dios. “Ha llegado el momento de ponerse a trabajar”. Pobre Moisés. Ni siquiera sabía que estaba inscrito.

Pero sí lo estaba. Y, adivina qué. También lo estás tú. La voz de la zarza es la voz que te susurra. Te recuerda que Dios aún no ha acabado contigo. Claro que es posible que pienses que sí ha acabado. Tal vez pienses que ya estás en descenso. Quizás pienses que tiene otro que puede realizar la tarea.

Si eso es lo que piensas, reconsidera.

«El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo». Filipenses 1.6

¿Viste lo que hace Dios? Una buena obra en ti.

¿Viste cuando la acabará? Cuando regrese Jesús.

¿Me permites deletrear el mensaje? Dios aún no ha terminado su obra en ti.

Tu Padre quiere que sepas eso. Y para convencerte, es posible que te sorprenda. Quizás te hable a través de un balde, o más extraño aun.


Max Lucado. Cuando Dios susurra tu nombre. Miami Florida. Ed. Caribe, 1995