En esto se mostró el amor de Dios para con
nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo. (1 Juan 4: 9)
El Señor Jesús sufrió en nuestro lugar la
cólera de Dios contra el pecado. Bajó a esta tierra para morir en el madero
maldito; por su muerte abrió las fuentes eternas del amor de Dios para que éste
pudiera ser derramado en los corazones de unos pobres pecadores. Sólo una firme
confianza en el amor de Dios y el gozo infantil de este amor pueden conducir a
un pecador a un estado de verdadera santidad.
Al atacar al hombre inocente, Adán, el
primer esfuerzo de Satanás tuvo como objetivo quebrantar su confianza en el
amor de Dios, para que estuviese descontento con la posición en que Dios lo
había colocado (Génesis 3:1-7).
La caída del hombre fue la consecuencia de
su duda con respecto al amor de Dios. Por lo tanto, la salvación del hombre
debe resultar de su fe en este amor, porque el propio Hijo de Dios dijo: “De
tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). El
apóstol Pablo escribió: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
Como Hijo de Dios enviado por el Padre, él
era el don y la expresión perfecta del amor de Dios por un mundo que perecía,
“porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos”
(Romanos 5:6).
La presencia del Señor Jesús en la tierra
era la expresión del supremo amor de Dios para nosotros.
Moisés hizo una serpiente de bronce, y la
puso sobre un asta; y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la
serpiente de bronce, y vivía. (Números 21:9)
El Salvador tuvo que ser elevado en la
cruz, en sacrificio por el pecado. El amor divino no pudo actuar de otro modo
para satisfacer al mismo tiempo Su justicia y las necesidades del pecador
perdido: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que
el Hijo del Hombre sea levantado” (Juan 3:14). Ese versículo nos hace recordar
el relato de Números 21:4-9.
Cada ser humano sin excepción ha sido
alcanzado por la mordedura mortal de la serpiente; pero Dios preparó el
remedio: Cristo, quien murió en la cruz. Ahora, por el Espíritu Santo, Dios
llama a todos aquellos que reconocen haber sido “mordidos” (que son conscientes
de que están perdidos) a mirar a Jesús, para tener la vida y la paz. Por medio
de él se puede obtener una salvación perfecta y gratuita, una salvación que
está en armonía con los derechos de Dios y contra la cual Satanás no puede
alegar nada.
Finalmente, la resurrección es la garantía
del valor de la obra cumplida en la cruz. En cuanto al pecado, el creyente
puede gozar del más perfecto reposo. Dios tiene su complacencia en Jesús; y
como los creyentes están identificados con él, Dios también tiene su agrado en
ellos. La sangre de Jesucristo ha limpiado cada mancha, ha borrado toda falta.
Y la santidad de Dios, que no tolera ningún pecado, ha sido plenamente
satisfecha. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados
hijos de Dios” (1 Juan 3:1).
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